Tras un montón de papeleo y unos
días después, me encontraba al fin en el avión que me llevaría a mi nuevo
destino. California, Estados Unidos.
Una parte de mí iba a echar de
menos Londres.
Sus calles, su aroma, sus
colores... Mi infancia, mi familia, mi vida...
Resoplé pesadamente. La soledad
no pretendía abandonarme en ningún momento y la tristeza apenas me dejaba
tranquila, pero sabía que no podía volver a llorar, porque me lo había
prometido. Eso es lo que había aprendido en aquellos meses que había pasado en el hospital, debía ser fuerte y
no ser débil nunca más, para no dejar que nadie ni nada pudiera derribarme.
Si
no hay sentimientos no hay dolor. Repetí mi mantra en mi cabeza con
fuerza un par de veces mientras sacaba un mini-espejo que guardaba en mi
bolso negro. Necesitaba distracción.
A mi favor, mi reflejo me
sorprendió gratamente. A pesar de que no lograba recordar cómo era exactamente
antes del accidente, tenía buen aspecto. Mis suaves ondas cobrizas brillaban
con elegancia y mi piel lucía sana. Pálida como siempre, pero sana. Sonreí
mentalmente y me aparté del espejo. Para mi desgracia, en mis ojos verdes no encontraría
las respuestas que andaba buscando.
Alcé la vista hacia el techo
grisáceo y me mordisqueé el labio, intentando reordenar los pensamientos y las dudas
que no lograba sacar de mi cabeza. Lo cierto es que necesitaba conocerle y
saciar toda mi curiosidad. Tenía tantas preguntas para hacerle que deseará no
haberse hecho cargo de mí. Aunque aquella figura desconocida, aquel hermano
oculto, estaba robándome la poca cordura que mantenía.
Y que alguien me hiciera perder
la calma no me gustaba nada de nada, sobre todo porque me inestabilizaba perder
el control…
-Señores pasajeros, estamos a
punto de aterrizar en el aeropuerto de California. Rogamos pónganse los cinturones,
apaguen los aparatos electrónicos y no abandonen sus asientos. Esperemos que
hayan tenido un buen vuelo. Muchas gracias por elegirnos.
Genial, iba conocerle. No, no era
genial. Estaba nerviosa. Mi estómago estaba revuelto y deseaba salir corriendo
de allí. Pero, ¿acaso tenía miedo de saber la verdad? ¿Miedo de algo? No. Eso
sí que no. Yo no podía tener miedo. Yo no podía ser débil. Tenía que enfrentarme
a todo. Siempre. Y eso fue lo que hice. (Bueno, tampoco tenía otra opción).
Cuando al fin pude alejarme del
incómodo avión, me estiré despacio y sentí cómo crujían todos mis huesos.
Ponerse de pie después de haber pasado tanto tiempo sentada en ese estrecho
asiento era una sensación más que agradable.
Agité la cabeza, algo
desorientada. El lugar estaba atestado de gente que se movía nerviosa de un
lugar para otro. Aquello parecía un hormiguero, así que decidí no parecer
perdida y seguir a la gente, rumbo a recoger mi mochila.
Un paso, luego otro y cada vez
más personas bullían a mis alrededores. Mi agobio era incontrolable, pero
conseguí alcanzar las cintas transportadoras con algo de paciencia. Y como
cabía esperar, una multitud rodeaba el lugar. Solté un bufido de resignación y
me hice un hueco entre la gente, rezando para que mi torpeza me lo pusiera
fácil esa vez.
Mi equipaje tardó
mucho en aparecer, pero con él en mi poder, me alejé con una sonrisa triunfante
ante mi pequeña victoria.
Examiné el aeropuerto
y a toda esa gente dispersándose por fin a mis alrededores. Respiré algo más
aliviada, aunque con una pregunta en mente... Ahora que estaba allí, ¿cómo sabría
quién era él y dónde debía esperarlo? Me encogí de hombros. Tal vez estaría en
la puerta plantado sosteniendo una pancarta con mi nombre escrito. Al
imaginármelo, me hizo gracia. Siempre había pensado que esa gente daba un poco
de lástima. Aunque, ya dispuestos a descubrir si mi hermano sería uno de ellos,
decidí encaminarme hacia las puertas de salida.
Tranquilamente, me recoloqué
la mochila a la espalda y miré mi reloj de muñeca plateado para saber del
tiempo que disponía. Pero antes de que pudiera evitarlo, mi distracción me hizo
tropezar con mi propio pie y caí de bruces al suelo. Sí, a veces no soy capaz
de hacer varias cosas a la vez.
Cerré los ojos con
fuerza, deseando que nadie me hubiera visto, (cosa que era bastante improbable)
y me maldije porque, verdaderamente, era imposible que existiera alguien tan
torpe como yo.
Antes de que pudiera
incorporarme y fingir que no había pasado nada, aparecieron frente a mis ojos
unas botas masculinas. Después, escuché una voz ronca y profunda que sonaba
aparentemente preocupada:
-¿Te has hecho daño?
Alcé la cabeza por
puro instinto, algo desorientada, y mi mirada se fijó inevitablemente en la
suya. Se me aceleró la respiración. Era joven y vestía unos vaqueros claros y
una camisa gris desabrochada. Por dentro, se entreveía una camiseta negra que
se ajustaba a su torso a la perfección. ¿No tendría frío? Yo estaba congelada.
Me tendió la mano para
ayudarme y yo se la di consiguiendo ponerme en pie. Su piel caliente acarició
la mía y un extraño calambre me recorrió entera. Cuando me incorporé, caí en la
cuenta de lo alto que era, como quince centímetros más que yo.
Inmediatamente, casi
con urgencia, nuestros ojos se volvieron a encontrar. Entonces me percaté de su
ardiente color. Una mezcla de azules y verdes diáfanos, casi transparentes, me
observaban atentos.
Joder, eran tan
bonitos que costaba mirarlos.
La temperatura subía
vertiginosamente. La cabeza comenzaba a darme vueltas. Mis oídos se alejaron de
todo, dejando atrás el barullo del aeropuerto y centrándose en mi corazón, que
latía embravecido por todo mi cuerpo.
¿Qué estaba pasando?
Nada, en la vida hay
desconocidos mágicamente atractivos y punto, pensé.
Lentamente, se rompió
el hechizo. Él apartó su mano. Yo aparté la mía. Se perdió el contacto visual y
comencé a sacudirme las rodillas, para que no pudiera ver mi cara desencajada.
Sabía que lo que debía hacer era darle las gracias para alejarme lo antes
posible de ese singular encuentro, pero el misterioso hombre se me adelantó.
-¿Me dejas ayudarte?-Preguntó
señalando mi mochila con su barbilla.
Sin razón aparente,
no pude contestar. Me quedé bloqueada, totalmente en blanco. Y como mi
fantástica suerte nunca me abandonaba, él pareció darse cuenta y alzó las
cejas, a la espera de una respuesta. Mi conciencia me recordó mordaz que una
cosa era babear por un tío bueno y otra muy distinta, hacer el ridículo.
Entonces, desperté.
-Perdona, pero ¿quién
eres?
-Perdóname tú.
El chico meneó apenas
la cabeza con una mueca juguetona mientras se acariciaba el alborotado pelo
rubio. Al acto, me tendió otra vez la mano y yo le miré, totalmente perpleja.
Media sonrisa coqueteaba en sus atractivos labios. El corazón me dio un vuelco.
-Tú debes de ser Ellie.
Yo soy Alex, tu hermanastro. Bienvenida a casa- le extendí mi mano otra vez y
él inclinó levemente la cabeza cordialmente-. Encantado de conocerte, Ellie
Grace.
Tras oír su voz suave
y sugerente decirme eso y sentir nuevamente su piel hirviendo, me volví a
quedar sin habla. Es más, dudaba si podría volver a decir algo coherente en
mucho tiempo. Aquel desconocido mágicamente atractivo era mi hermano y esa
realidad me redujo hasta transformarme en una Ellie minúscula e inofensiva…
Aunque sólo fuera
durante dos segundos.
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